El Viernes Santo es un día muy especial para los
cristianos de Margarita, pero fundamentalmente para los de La Asunción.
A las
diez de la mañana saldrá del Viejo Convento de San Francisco, hoy sede del
Consejo Legislativo, la procesión del Santo Sepulcro. En cinco horas, bajo el
inclemente sol, recorrerá las tres cuadras que forman el bulevar 5 de julio. A
la salida del vetusto edificio, en lo que llamamos “el cuadrante”, la Banda del
Estado interpretará “El Gólgota” y el “Popule Meus”, casi al lado del reloj
equinoccial que indica el acontecer asuntino.
Nuestro
padre, Manuel Antonio Espinoza Marcano, a quien todos en el pueblo recuerdan
cariñosamente como el “Maestro Toño” durante 75 años fue parte de la comisión
que se encarga de los adornos del Sepulcro, junto a sus hermanas, las insignes
manualistas María Julia, Carmen y Luisa Espinoza, por medio siglo prepararon
los hermosos arreglos que habría de lucir la procesión. A su muerte, sus hijos
asumimos el compromiso de proseguir su obra, con el mismo entusiasmo que él
heredó de los abuelos.
Cuando a las tres de la tarde el Sepulcro haga
su entrada a la Catedral, un sacerdote ocupará la Cátedra Sagrada para explicar
“Las Siete Palabras”:
1.
“Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen”;
2.
“En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso”;
3.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”;
4.
“¡Dios mío, dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”;
5.
“Tengo sed”;
6.
“Todo esta cumplido”;
7.
“Padre, en tus manos pongo mi espíritu”.
A las
siete de la noche, volverá a salir el Santo Sepulcro, esta vez recorrerá el
mismo trayecto que han hecho las imágenes en los cinco días anteriores.
Varios
autores estudiosos de la Cristología coinciden en señalar que Jesús debió
prever que sería condenado como un criminal. Es más, El llegó a afirmar que le
privarían de sepultura y sabemos que en varias civilizaciones de la antigüedad
uno de los destinos reservados a los criminales y ajusticiados consistía en
privarlos de los ritos funerarios y todo parece indicar que en Palestina
existía la privación de sepultura.
Ese
marco referencial ya señalado le confiere mayor importancia y virtud al gesto
de José de Arimatea, quien ofreció la tumba que había reservado para él y en
ella, previas gestiones ante Pilatos, fue sepultado el cuerpo de Cristo.
El Viernes Santo asuntino no es un cruce de lo
religioso formal y lo religioso popular y vaya que se rememora con solemnidad y
regia manifestación de fe.
Citemos
al cronista Ángel Félix Gómez, quien con fina plasticidad nos recuerda la
salida de la procesión matutina del Viernes Santo:
“… La
multitud espera ansiosa que el Santo Sepulcro asome por las puertas del Salón
Legislativo. Se escuchan murmullos de admiración. En actitud reverente muchos
hincados de rodillas rezan, y las lágrimas brotan a torrentes. El Sol
esplendoroso de la mañana, llena todo con su luz, que contrasta con la tristeza
y recogimiento del ambiente”.
Los
asuntinos –al igual que José de Arimatea- nos esmeramos en ofrecer a Cristo un
buen entierro, en una combinación armoniosa de fe y gratitud filial. Y así como
Nicodemo en la calle de los Perfumes compró todo lo necesario para embalsamar
el cuerpo de Jesús y Juan Y Marcos lo bajaron de la cruz para colocarlo en el
cofre, así también buscamos para ese día lo mejor para hacer posible la gran
prestancia que tienen las procesiones del Santo Sepulcro, tanto la de la mañana
como la vespertina.
Al
concluir la segunda salida del Sepulcro, en lo que llamamos la procesión del
retiro, Nuestra Señora Dolorosa hace un recorrido por las céntricas calles para
regresar a la Catedral entre suplicas y oraciones. La virgen morena con su
dolor tan hondo aún tiene corazón para brindarse generosa al pueblo de Dios.
Las
tradiciones han variado, pues antes, el Viernes Santo, como lo recuerda José
Joaquín Salazar Franco, el entrañable “Cheguaco”:
“Se separaban los amantes y los
enamorados, hacían un alto en sus visitas rutinarias”. Se recogían los aperos
de trabajo, tanto del mar como del campo. Terminaba la lumbre en los fogones y
sólo se ingería alimentos previamente guardados. Las cazuelas, los platos y
todos los objetos culinarios se ponían boca abajo. No se lavaba ni se
planchaba, ni siquiera la gente se bañaba porque Dios estaba fallecido, no se
iba a la playa por temor a volverse sirena o tiburón. Las vacas y las cabras
descansaban en sus ordeños, para evitar que en vez de leche saliera sangre de
sus pezones. El viernes por la mañana todos amanecían de riguroso luto…”
Aquí, en La Asunción, como diría Efraín
Subero: “La vida anda gota a gota, paso
de procesión y tinajero”. Y buenas serán siempre las palabras del maestro
Luis Beltrán Prieto Figueroa:
“No
hay paso de cruces en el bosque
que no lleve su Cristo entre las
ramas,
el pueblo crucifica su alegría
entre un pálpito de hojas y de
espinas,
agoniza en la sobra medianera
del día, en la hora más brillante
la ilusión del amor que se
desangra
y cada amanecer lleva en sus
flancos
el signo de la muerte en el
crepúsculo;
pero hay un mandato ineludible
que invita a la sonrisa y la
esperanza
mientras haya una rosa que
suspira
y un arrullo de pájaro en el
nido”:
En el Viernes Santo todo es
distinto para los asuntinos. Es un día para el reencuentro con Dios, para lucir
las mejores galas, para hacer el acto de contrición que posibilite retomar el
sendero al paraíso prometido.
Siete palabras para cambiar el
mundo
Para
muchos, la semana que concluye no ha sido santa. La desperdiciaron y no
tuvieron grandeza del alma ni humildad de espíritu para dejarse tocar por Dios,
para escuchar la palabra de amor que Cristo envía a los hombres como mensaje de
salvación.
Ayer
Viernes Santo, en los principales templos católicos del mundo se escucharon las
“Siete Palabras de Jesús”, que nos suenan a sermón rotundo, pronunciado por un
afamado orador, desde un púlpito o tribuna encumbrada, pero ellas, hace dos mil
años, brotaron entrecortadas, cual testamento, de los labrios de un moribundo
en El Calvario, cuando colgado a un madero nos daba un nuevo testimonio de
misericordia y de fidelidad al Padre.
Las
nuestras son sencillas reflexiones de un laico comprometido con “Cristo Total”
al que sin negar su condición de Hijo de Dios, debe vérsele como agente de
salvación.
Primera
palabra: “Perdónales, porque no saben lo que están haciendo”
Sólo
quien enseñó que el nuevo y más importante mandamiento es el Amor, puede tener
tanta capacidad para perdonar a quienes le hacen daño. Jesús, como Hijo de
Dios, quiso mostrar que su misericordia es infinita. Muy pronto sus verdugos
olvidaron que él en el sermón de la montaña, había proclamado: “Bienaventurados los que brindan
misericordia, y bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios,
bienaventurados los que trabajan por la Paz; porque hijos de Dios serán
llamados, y bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque
de ellos es el Reino de Dios”.
Quienes
condenaron a Jesús no fueron capaces de captar, en su real significado, la
frase más bella jamás pronunciada: “Ama a
Dios por sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo”:
Lo ha
expresado el Padre Gustavo Gutiérrez, con toda la carga de su compromiso
valientemente asumido: “El amor al
prójimo es inseparable del amor a Dios”.
Buenas
por siempre serán las palabras del querido y recordado sacerdote Juan Vives
Suriá: “… la misión cristiana no se cumple sólo haciendo iglesias de piedra,
sino jugándosela en el proyecto histórico, político, cultural de los pueblos,
que es la mediación concreta del Reino, que significa justicia, amor y paz”.
También
nos dejó dicho el Padre Vives Suriá: “Más
importante que creer en Dios, es que Dios crea en nosotros. Jesús bendice a los
que luchan por la paz, la justicia y la solidaridad”.
Hoy
el dolor de Cristo se prolonga en el sufrimiento del su pueblo y muchos de los
responsables de ese dolor, evidentemente, que sí saben lo que hacen. Ellos
recibirán castigo, porque el signo del reino de Jesús es la bondad y la
justicia.
“Para cada golpe un perdón…”
Ciertamente,
perdonar es un arte tan difícil, que sólo puede enseñarlo un Maestro Divino. Y
únicamente ejecutarlo alguien tocado por Dios. “Perdona no el más insensible, sino el que más corazón tiene”.
Segunda
palabra: “Hoy mismo estará conmigo en el Paraíso”
Junto
a ti Señor, subversivo alterador del
orden, son crucificados dos hombres del pueblo, acusados de ladrones. Dimas,
llamado el buen ladrón, se refugia en ti y te reconoce como su única esperanza
de salvación, no para salvar su cuerpo frente a la inminente muerte, sino para
acompañarte en tu reino glorioso. Dimas ha creído en lo que los letrados
“sabios” no han querido creer, evidenciándose la verdad de la sentencia: “No hay peor ciego que el que no quiere ver,
ni peor sordo que aquel que no quiere oír”.
Siempre
Jesús ensenó que la muerte no es el final del camino.
Sólo
los simplistas, los superficiales o los que deliberadamente sirven al oprobio
no son capaces de percatarse que el Reino de Dios se construye en la tierra,
por eso no buscan como Dimas un puesto en el Paraíso, pues para ellos todo es
negociable y comprable. Creen que así como compran cuotas de poder, pueden
también hacerse de parcelas de Cielo. Olvidan que es más importante –como lo
indicó Cristo- servir que ser servido.
Hoy,
los altivos y prepotentes, desafía la voluntad divina y se muestran incapaces
de ver lo que Dimas pudo ver. Hoy, los poderosos pretenden prolongar la
esclavitud de los débiles. Los engreídos y lujuriosos, los embriagados de
poder, los asaltantes de los tesoros públicos, los comisionistas enriquecidos a
costa del pueblo. Hasta pretenden comprar el cielo, sin darse cuenta que nunca
estarán contigo en el Paraíso, en eso que, con suma valentía, el padre Matías
Camuñas llamó: “Paraíso de la esperanza
del amor a la vida, el paraíso de la dignidad, del respeto a la persona. Hoy,
la causa de los pobres se convierte en realidad de luz y esperanza”.
Tercera palabra: “Mujer, ahí tienes a tu
hijo… Ahí tienes a tu madre”.
Quien
ha tenido que venir al mundo con la misión de redimirlo y es engendrado en el
vientre de María la Virgen, debe soportar ahora el dolor de ser crucificado en
presencia de esa mujer singular, elegida por Dios para ser madre del Mesías.
Ella, quien ha visto a su hijo realizar todos los portentos posibles, es ahora
la victima del dolor indescriptible de ver morir a su hijo.
¿Cómo
habrá de ser grande el dolor de las miles de madres que deben soportar las
limitaciones que impone tener al marido desempleado o el hijo sin cupo un la
Universidad? O de aquellas que son obligadas a permanecer calladas en una cola
infamante para que un politiquero inescrupuloso les dé, a título de limosna una
bolsa de comida.
Lo
recuerda muy bien Ignacio Larrañaga, tratando de reencontrar a todas las madres
con sus hijos y a todos los hijos con sus madres: “María fue una mujer humilde,
de un pueblo subdesarrollado, esposa de un obrero, una mujer que para comer un
pedazo de pan tenía que tomar dos piedras y, batiendo la una con la otra,
“moler” así, rudimentariamente, el trigo y luego, con un cántaro sobre la
cabeza traer agua de la fuente para amasar esa harina y luego subir al cerro y
traer ramas y arbustos para hacer el fuego y cocer el pan, mientras se
preocupaba de cuidar las cabras en las lomas y de dar de comer a unas gallinas
domésticas”. “Nada de manos finas ni piel
de princesa, no va por esos rumbos la grandeza de la madre de las madres. No
fue soberana sino servidora. No fue semidiosa, sino la Pobre de Dios. No fue
meta final sino humilde camino que conduce al Señor. No fue todopoderosa sino
la intercesora suplicante como en las Bodas de Caná”.
María, después de ser llamada
bendita entre todas las mujeres, es hoy la madre de un ultrajado. Después de
ser la madre del heredero del trono de David, es ahora la madre de un
crucificado. Pero ella recuerda las palabras premonitorias de Jesús: “Y el hijo
del hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le
condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles y le escarnecerán, le
azotarán y escupirán en él, y le matarán”.
Cuarta
palabra: Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado”
Quien
siempre dijo que era necesario cumplir la voluntad del Padre, habla ahora de
abandono. El no reniega de quien está en los cielos. El sabe que Dios no le
abandona, que por el contrario, en esos momentos se están dando señales
materiales de respaldo divino: Tres horas duraron las tinieblas. El radiante
sol de ese día fue sustituido por una espesa oscuridad, para que se cumpliera
lo que mucho tiempo antes se había anunciado proféticamente en los textos de
Amós, considerado el primer gran profeta social de las Sagradas Escrituras.
Ese
grito desgarrador de “Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado? Te muestra
como un Dios humano, solo que la tuya es una pasión voluntariamente aceptada en
tu propósito de facilitar el plan del Padre.
Cuantos
psicólogos, psiquiatras, filósofos y poetas han tratado de explicarnos el
fenómeno del abandono o la soledad y tú, Señor, en una sóla interrogante nos
ofreces lo que otros no han podido esclarecer en densos tratados.
Ese
cuarto grito en la cruz te coloca más cerca del sufriente de todos los tiempos
y te hace su leal compañero.
Este
es un buen momento para preguntarnos: ¿Por qué Dios hubo de hacerse hombre? y
sobre todo, como ya se preguntó alguien porque la llena de gracia y la del
vientre con fruto bendecido tiene ahora que conformarse a llamarse Soledad,
Dolores o Angustias.
Todo
se explica en el hecho mismo de
interrogar al Padre porque sabes que en El está la solución, la única y
verdadera solución.
Quinta
palabra: “Tengo sed”.
Es la
misma sed, que hacía tiempo, Jesús había manifestado a la samaritana. Una sed
que no es sólo de agua. Cristo sabía que quienes se jugaron sus vestiduras a
los dados, como hoy hacen los tahúres en los garitos con el salario de los
trabajadores, no tendrían piedad. Jesús estaba convencido que no le darían agua
cristalina y pura quienes le habían humillado.
La
sed de Cristo tiene otra dimensión: Es sed de justicia, una sed que sólo se
calmará cuando los campesinos sean dueños de la tierra que trabajan, cuando los
artistas puedan producir y crear libremente y sin el acoso de la miseria,
cuando los deportistas puedan desarrollar sus músculos para hacer sanas sus
mentes, cuando el trabajador no sea explotado vilmente por el patrón usurero,
cuando la ciencia y la tecnología están al servicio del hombre y del
desarrollo, cuando los especuladores no sigan hambreando al pueblo. En una
palabra, cuando todos nos amemos como Jesús nos ama.
Lo
dijo, con su proverbial valor, Monseñor Mario Moronta: “Es el momento en que
los católicos hemos de salir al encuentro de todos los que tienen sed, pero no
para hablarles de resignación, sino para apórtales el agua de la solidaridad”.
La
sed de Cristo es la del pueblo que no encuentra oídos para sus clamores, porque
algunos líderes siguen siendo los sordos que no quieren oír y los ciegos que no
quieren ver.
De
las siete esta es la única realmente dolorosa.
Cristo
asume nuevamente la representación de todos los sufrientes. Habla por los que
no tienen voz porque se la han quitado o silenciado las clases dominantes.
Casi
al comienzo de su vida pública –bien lo recoge el Evangelio de San Juan-
Cristo, en la inclemencia del verano, dijo a la samaritana: “Mujer, dame de beber” y ahora desde la
cruz, momento antes de regresar al Padre, le dice al mundo que calmen su sed de
justicia para que se cumplan los deseos de las bienaventuranzas y todos
tengamos un lugar bajo el sol del amor.
Sexta
palabra: “Todo está cumplido”
¿Quién
puede decir ahora: Misión Cumplida?
Jesús
ha presentado cuentas claras a su Padre, que equivale a decir: “He cumplido mi misión conforme a tu voluntad”
¿Cuántos encomendados o representantes
apelan a artificios a la hora de presentar cuentas? ¿Cuántos quieren mentir
para no ser condenados en la Tierra? Ellos, los que no pueden presentar
cuentas claras, podrán engañar la justicia de los hombres y evadir sus efectos,
pero deben tener presente que la justicia divina es insoslayable.
Señor
tu tienes autoridad moral para proclamar que “Todo está cumplido”, que tu papel señalado en las Escrituras lo
asumiste con absoluta fidelidad.
Somos
nosotros, tus hijos, los que todavía tenemos tareas pendientes porque las hemos
diferido o por que no hemos querido asumirlas conforme a tus enseñanzas.
Mientras
existan explotados y explotadores, mientras otros se apropien del trabajo
ajeno, mientras la justicia no sea igual para todos, en una palabra, mientras
existan clases, los hombres y mujeres que proclamamos tu Evangelio de amor
tendremos mucho que hacer y no podremos decirte: “Misión cumplida”:
Hay
tantos hombres que no cumplen con honestidad su tarea, que muchas veces no
logramos entender para que buscan enriquecer sus conocimientos, convertirse en
profesionales o montar una empresa, si no tiene disposición para el servicio.
Pones
punto final a tu existencia terrenal con una frase de confianza y seguridad
para tu Padre.
Parece
una extraña paradoja: viniste del Padre y te entregas por los hombres
encomendándote a Dios y en tu corazón de amor misericordioso te llevas, cual
equipaje, el dolor de la humanidad entera.
Séptima
palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
San
Lucas es el único de los evangelistas que recoge la séptima palabra.
Esta
es la mayor demostración filial. La de un hijo que puede confiar en su padre,
porque al morir triunfará y que su triunfo será cantado por los siglos de los
siglos.
Los
pobres de hoy, después de tantas frustraciones y de tanto engaño, también
desean poner su destino en manos de Dios. El compromiso de un cristiano es ayudar
la obra del Padre Celestial, para que cese la inequidad y hagamos posible la
sociedad solidaria, la sociedad del amor que usa por único símbolo la cruz que
sirvió a Jesús en su propósito de salvar el mundo.
Cristo
deja una lección: en Dios se puede confiar. Algún día los hombres, hechos a
imagen y semejanza de El, también seremos confiables para nuestros hermanos.
Reflexión
Final
Nuestra
riqueza está contenida en el testamento de Cristo, en estas siete palabras
pronunciadas para salvar y redimir a la sociedad.
En el
siglo IV el obispo de Constantinopla, Juan Crisóstomo, se atrevió a poner en
boca de Jesús estas palabras: “Al verme
desnudo, piensa en la desnudez que por ti soporté en la cruz. Si aquella
desnudez no te conmueve, acuérdate de la que sufro ahora en la persona de los
pobres”.
Queremos
cerrar esta reflexión final con una cita del glorioso y sabio San Agustín:
“No
podemos desear que haya desdichados para tener ocasión de hacer obras de
misericordia. Das pan a quien tiene hambre; pero mejor sería que nadie tuviese
hambre y que tú no tuvieses nadie a quien dar… Los médicos quieren a los
enfermos no para que sigan enfermos, sino para que, de enfermos que eran,
lleguen a estar sanos”.