Que un Dios no haga valer su condición de tal para hacerse de privilegios y se equipare con  los demás hombres, que un Dios se haga matar por amor a los otros hombres y enseñe el amor como su gran lección doctrinaria, que un Dios resucite entre los muertos y sea esperanza de redención y vida para la humanidad entera y nos diga que la verdad nos hará libres; nos está demostrando que es un Dios verdadero. El único Dios verdadero.
            El sacerdote jesuita Jenaro Aguirre publicó recientemente un trabajo en donde advertía: “En cristianos, no suficientemente instruidos, existe el peligro cierto de dar más importancia a la Pasión y Muerte de Cristo que al hecho de su Gloriosa Resurrección. Lo hemos podido comprobar durante los días santos. Nuestras gentes, firmes en sus creencias tradicionales, acompañaron a Cristo en los pasos de dolor de la Semana Santa, hasta dejarlo, arropado de dolor y de cariño, en la soledad del sepulcro, como si se tratara de un querido miembro muerto de la familia. Pues bien, a esos mismos cristianos, arraigados en una fe poco instruida, apenas les dice nada la Vigilia Pascual del Sábado Santo y el glorioso amanecer del Domingo de Resurrección. Pareciera que con la sepultura de Cristo se cerrara el horizonte cristiano. Y ese es un error de fondo”.
            Claro está –agregamos nosotros- que el error no es de factura americana, por el contrario, tiene su razón y origen en una errada implementación del proceso de evangelización iniciado hace más de 500 años, cuando los españoles inculcaron la fe, haciendo especial énfasis en las escenas de dolor, quizás buscando la automática solidaridad del indio con el débil y maltratado.
            El Evangelio de San Juan relata los momentos de la resurrección de Jesús: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y asomándose, vió las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entro al sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: “Que él habría de resucitar de entre los muertos”.
            Por eso el Salmo dice: “Ese es el día en que actuó el Señor: Sena nuestra alegría y nuestro gozo”.
            Queda así claro que la muerte no es el final del camino. Si Cristo no hubiese resucitado al tercer día, no sería tenido por Dios y allí todo terminaría.
            Por eso debemos tener claro que la Resurrección es el hecho más importante y glorioso de nuestra fe y el suceso más trascendental del cristianismo.
            Cristo sabía que el sería quien señalaría el camino y que Dios le había dado el dominio de la vida y de la muerte. Ya antes había dado muestras de ese poder volviendo a la vida a varios muertos: La hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naim, un íntimo amigo, Lázaro, anunciando a los hombres que el también volvería a la vida después de enterrado tres días y tres noches, dándole significado a aquellas palabras no entendidas en su momento: “Destruid ese templo y yo lo edificaré en tres días”, ahora no quedan dudas, Jesús se estaba refiriendo al templo de su cuerpo.
            Este anuncio de la resurrección de los muertos se hizo incomprensible aún para los mismos doce apóstoles y con más razón por quienes no creían en él.
            “Su muerte probó lo grande de su amor; su resurrección manifiesta de nuevo que su amor había logrado su objetivo”.
            Por eso siempre será nueva la buena noticia de la derrota de la muerte. Por los siglos se cantará la victoria definitiva de la vida. Por siempre y para siempre se ha impuesto la luz sobre las tinieblas.
            Cristo fue resucitado representa eso y mucho más. Es la redención de la humanidad y la libertad de los oprimidos, pero por encima de todo, es la realización de la promesa de ser el camino y la verdad, para que nunca estemos lejos de Dios.
            Con Cristo toma plenitud la frase: “El hombre no nace para morir, muere para resucitar”.
            El Papa Pablo VI lo explicó muy bien en una frase: “Debemos reflexionar detenidamente en el valor universal de la resurrección de Cristo, porque es el origen de una nueva forma de vida a la que damos el nombre de cristianismo”.
            Pero es también necesario advertir que una enseñanza ulterior deja el portento: Quien derrota a la muerte no es un poderoso sino un vencido en la cruz. Ahora será fácil entender que quien crea en El, aunque hubiese muerto, vivirá.
            El teólogo Leonardo Boff ha dicho: “La Resurreccion del Crucificado viene a demostrar que sacrificar la vida por amor a los humillaos y ofendidos no es un absurdo, es participar en la plenitud de la vida y del triunfo definitivo de la justicia. El Crucificado es el viviente. Los crucificados de hoy vivirán”.
            Por eso hemos sostenido que el dolor de Cristo se prolonga en el dolor de su pueblo humillado y perseguido por su causa.
            La historia hay que retomarla en toda su terrible realidad: Hace tres días apenas, los escribas, el sumo sacerdote, Pilatos, Caifás y sus entornos, se consideraban con pleno control de la situación. Ellos son ahora simples referencias tristes y repudiables en el acontecer del mundo, Cristo, por el contrario, sigue siendo la más universal e importante de las figuras de la humanidad, el centro de atención de los hombres y, por encima de todo, la esperanza cierta de los pobres.
            El, como dijo Miguel Otero Silva en “La Piedra que era Cristo: “Ha resucitado para que así se cumplan las profecías de las Escrituras y adquiera validez su propio compromiso. Ha resucitado y ya nadie podrá volver a darle muerte. Aunque nuevos herodianos pretenderán valerse de su nombre para hacer más lacerante el yugo que doble la nuca de los prisioneros, no lograrán matarlo. Aunque nuevos fariseos se esforzarán en trocar sus enseñanzas en mordazas de fanatismo, en acallar el pensamiento libre de los hombres, no lograrán matarlo.
            Aunque izando su insignia como bandera desatarán guerras inicuas y harán llamear hogueras de torturas; y humillarán a las mujeres, y esclavizarán las razas y naciones, pero aún así no lograrán matarlo.
            El ha resucitado y vivirá por siempre en la música del agua, en los colores de las rosas, en la risa del niño, en la savia profunda de la humanidad, en la paz de los pueblos, en la rebelión de los oprimidos. Sí, en la rebelión de los oprimidos, en el amor sin lágrimas”.

            La resurrección es la fuerza que mueve nuestra esperanza de vida eterna, sin ella no tendría razón de ser nuestra fe ni la práctica de amor, ni la propia existencia de los hombres.