Una primera reflexión: La vida de Jesús fue siempre una entrega total a la voluntad del Padre y por eso fue obediente hasta la muerte.
            Ello explica porque aclaró tres veces: “Más no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
            Ya Pilatos había preguntado a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”, recibiendo como única respuesta: “Tú lo dices”. Ya el gobernador romano había sopesado la delicada situación y se había lavado las manos diciendo: “Soy inocente de esta sangre; allá vosotros…”.
            Los soldados habían conducido a Jesús a una prisión en donde harían los preparativos de la crucifixión, estampa que la lecturas sagradas recogen reseñando: “Después de desnudarle, le vistieron una túnica púrpura, y, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron el la cabeza y una caña en su mano derecha; luego arrodillándosele delante, se burlaron de él y lo crucificaron”.
            El relato anterior da marco a las conmemoraciones del Martes Santo, las cuales recoge la liturgia bajo el nombre de “Humildad y Paciencia”, tan hermosamente dibujada por Miguel Otero Silva en su estupendo libro “La Piedra que era Cristo”: “Los sayones se esforzaban en hacer coro al escarnio inhumano del procurador, “Salve rey de los Judíos”, le gritaban al supliciado y lo escupían y le daban bofetadas; cubrieron su cuerpo lacerado con un manto púrpura que no era tal manto, sino retazos de clámide romano; tejieron una corona de espinas y se la encajaron en la frente y tal parecía como si las espinas fueran un sarmiento brotado se sus cabellos; el propio Pilatos lo exhibió una vez ante la multitud vociferante, ya disfrazado de rey de pantomima”.
            Volvemos a valernos de la vibrante prosa de Franz Michel William, a quien la crítica ha señalado como un autor de “ciencia y fe”. El nos permitirá conocer mejor los momentos de la mayor infamia:
            “Le pusieron sobre un tronco de columna, tal vez el mismo en que lo habían flagelado. Y después lo cubrieron con un viejo manto soldadesco, de color rojo descolorido. Los escarnios se sucedían a los escarnios, pues cuando hombres crueles se hallan reunidos para el mal son horribles. Hicieron una corona de espinos o cardos, que probablemente estaban allí como material combustible. Tal vez había entre los combustibles algunas cañas. Le pusieron la corona en la cabeza, y en la diestra una caña, doblando ante El la rodilla decían con escarnio: “Dios te salve rey de los judíos”. El griego “Jaire” (salve) era usado más tarde entre los judíos como un barbarismo. Puede ser que los soldados dijeran ese saludo en griego.
            Escupían a Jesús, le quitaban el cetro de caña de la mano y le herían con él en la cabeza. Esto era para Jesús un gran sufrimiento; pero sobre todo, era un escarnio, pues le trataban como a un “rey” a quien se podía herir con su propio cetro. Es éste un rasgo más de esos que, sin pretenderlo el narrador, son un testimonio de la verdad de la narración; como vez tenían repugnancia tocar con sus manos la sacratísima faz –que tan maltratada le habían dejado. La maltrataban con la caña”.
            Este aspecto de la pasión de Jesús se reproduce patéticamente en la preciosa imagen que hoy habrá de salir en procesión para recorrer las sinuosas calles asuntinas como parte de las vistosas conmemoraciones que año tras año se recuerda en la capital de Nueva Esparta, el sufrimiento del hijo de Dios:
            El santo de la procesión de hoy es una representación de factura española que nos evoca, con singular realismo, esos instantes que siguieron al amañado juicio.
            Allá en La asunción, mi esperanzado pueblo, se hace más evidente el recogimiento espiritual de una ciudad que nunca ha renegado de su fe y, por el contrario, la cultiva como un escudo protector frente a los depredadores de la moral que pretender hacer paso de buena parte de las mejores tradiciones margariteñas.
            A paso marcado de redoblantes que expertas manos hacen sonar y finamente adornado el mesón con la imagen, recorre a lento andar, las calles de la comarca, entre oraciones y súplicas de miles de devotos.
            Durante dos mil años se han escrito millones de páginas para enjuiciar la personalidad de Cristo. Miles de autores lo han proclamado Hijo de Dios, otros se han atrevido a llamarle extraterrestre y han insinuado una extraña procedencia. No han faltado los irreverentes detractores que, como en los momentos del Gólgota, continúan negándole el agua y lacerando su cuerpo. Sin embargo, los pobres, los desamparados, los humillados, se aferran a El como la única esperanza de redención.
            Reconforta decir como el poeta: “No importa que la incredulidad le desconozca. En medio de la misma se conoce que es El quien va; porque a su paso los paralíticos ambulan, los cojos andan, los enfermos sanan, los ciegos ven, los mudos hablan, las tempestades se aplacan, los muertos resucitan y la fraternidad, como palio de concordia, cobija a la familia humana”.
            En nuestros días no escasean los Pilatos, los que estando frente a la verdad, se niegan a verla. Los que temerosos al decir y la presión de la opinión pública manipulada, sienten miedo de actuar conforme a los dictados de su propia conciencia. Se hacen los indiferentes frente a los problemas sociales y no tienen valor para comprometerse en solucionarlos. Pueda que no sean corruptos, ni asesinos, pero pecan por omisión, que es la forma más absurda de pecar. Todavía entre nosotros se condenan inocentes y se liberan, con argumentos insulsos, a quienes son realmente culpables de delitos graves. En una palabra, se lavan las manos, pero sus mentes siguen sucias.
            Humildad y Paciencia son los conceptos centrales de este Martes Santo. Cristo nos enseñó, en dimensión sublime, que la clave de la felicidad está en el amor, en la lucha por la paz y la justicia.
            Humildad y Paciencia no son sinónimos de sumisión, por el contrario, son invitación a edificar una nueva sociedad, fundada sobre una moral que para muchos es inédita, pero que Cristo, nuestro hermano mayor, supo practicar y nos llama a imitar.
Busquemos a Cristo burlado, vejado y ofendido. Lo encontraremos en la inocencia de los niños sin pan, ni juguetes, ni escuela. Los Cristos vivientes de hoy son los padres de familia sin trabajo o victimas de la injusticia; los deportistas sin canchas, ni material para cultivar el músculo y la mente.
Cristo quiere compartir su verdad y nosotros no podemos negarnos a una invitación de Dios.